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DESPABÍLATE AMOR Eran otros tiempos. Aunque se bailara algún rock de Elvis Presley, había que ponerse saco y corbata para conquistar a las chicas de pelo batido y polleras voluminosas. Cuando llegaba un lento de Paul Anka o de Sandro, era la oportunidad para el acercamiento. Se dejaban sobre la mesa los vasos de gaseosa, se apoyaba en algún cenicero el pucho que tanto contribuía a fortalecer la imagen de galán recio, se alardeaba un poco con los muchachos de la barra sobre presuntas habilidades donjuanescas y se invitaba, de lejos, a la elegida. Sillas y mesas contra la pared, se había hecho lugar en el patio adornado con globos. Era indispensable que lo hubiera porque después del lento que los dejaba a todos muy acaramelados sonaba el rock and roll y llegaba la hora de poner en práctica tantos pasos aprendidos en casa y a solas, con un picaporte dándonos la mano de la compañera imaginaria. Eran otros tiempos. Todavía no se había decretado el fin de la historia ni la muerte de las ideologías, y los sueños no tenían la obligación de ser rentables. La ilusión era posible. Hacia esos tiempos que recuerda bien porque conserva la mirada joven
(y porque se resiste a creer que en el mundo de los shoppings y la Internet
no haya quedado lugar para los poetas), dirige su vista Eliseo Subiela.
Va a revivir allí, con humor y ternura, recuerdos muy queridos.
Pero también va en busca de alguna clave, una señal que
le explique por qué para unos el paso del tiempo es un motivo
de tristeza y para otros simplemente una circunstancia que deja su huella
en las arrugas o en las canas, pero no pesa en el corazón. "La vida era una fiesta", descubre Subiela al cabo de su
empecinada travesía adolescente en busca de absolutos. Y no todos
eran capaces de darse cuenta. El que lo fue -el personaje más
transparente de la película, el que en seguida se hace querer
porque se muestra sin rodeos y porque Juan Leyrado le presta lo mejor
de su sensibilidad de gran actor-, es el que pone en marcha el encuentro.
Ha descubierto en el rock, que practica con disciplinado ardor todos
los días en el balcón de su departamento, un remedio contra
el envejecimiento. Quiere volver a ver a su antigua barra de amigos,
los busca, les propone un asalto como los de antes. Así llega
a dar con Ernesto, el protagonista (Darío Grandinetti, claro,
que es como decir el propio Subiela, aunque esta vez la voz del director
se adivine también en las ocurrencias de Leyrado), y así
despierta la inquietud en el periodista cuarentón. Ex militante,
ex exiliado, éste anda a su vez detrás de una misteriosa
cubana que le señala el camino del amor con el sonido de su violoncelo.
Sin buscarlo, el film muestra dos caras. La de la evocación nostálgica y el retrato actual de los personajes de ayer, colmado de emoción, de sinceridad, de hallazgos expresivos (los encuentros del periodista con su ex novia, hoy mujer de su viejo amigo; la escena del baile de los tres), y el de los desvelos personales del protagonista, sobrecargado de textos poéticos que suelen interponerse en el avance de la acción. Como si hubiera un film de imágenes y otro de palabras; uno conmovedor, elocuente, paradójicamente más poético porque se apoya en sugerencias, en el compromiso emotivo de los intérpretes, en la agudeza de los apuntes, en la lucidez de la observación, en el dulce paladeo de la nostalgia; el otro, más compuesto y menos convincente porque se diría sujeto no a lo que Subiela ve (o siente) sino a lo que Subiela quiere ver. De un lado queda el amor retórico, literario; la figura de la mujer exótica, artista venida de otras tierras que toca suites de Bach a la luz de las velas. Del otro, el amor de veras, el que sostiene la vida de todos los días y le da sentido, o se guarda, lozano, en el fondo del corazón. El que le ilumina la mirada a Soledad Silveyra en algunas de las escenas más conmovedoras del film. En uno y otro sector de la película pueden sobrevenir los diálogos sentenciosos o los que merodean cerca de lo cursi. Son riesgos que corre siempre el cine de Subiela, el costo de su atrevimiento, de su entrega apasionada. Por suerte, también en los dos sectores resplandece el humor. Un humor muy actual, muy argentino, con algún dejo de irónica amargura, pero humor al fin, que hace falta tenerlo, y mucho, para no entregarse al desánimo y para ser capaz de despabilarse a tiempo, como ordena cariñosamente el título del film. portada |
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